No era él, era yo
La primera vez que vi a un petirrojo era un día frío y lluvioso. No caía una tormenta, solo esa llovizna fina y persistente que empapa lento, que humedece el suelo y hace que los gusanos salgan a la superficie. Muchas aves salieron también ese día, y entre ellas apareció él. No sabía qué era. Escuché un canto que no reconocía, un sonido suave, delicado, que parecía salirme al paso. Lo seguí sin pensarlo, solo dejándome llevar. Y entonces lo vi:
pequeño, con el pecho anaranjado vibrando entre las ramas, moviéndose ligero bajo la lluvia, como si no le afectara en absoluto. Pero a mí sí. Aquel momento me provocó una extraña inquietud, un miedo que no sabía explicar. Quizá era la escena entera: un petirrojo cantando en mitad de un día gris, con la tierra mojada, el cielo apagado y ese contraste tan fuerte entre su color y el ambiente. Lo sentí vulnerable, aunque era evidente que se movía por aquel paisaje con más soltura que yo. Él estaba en su sitio. Yo no. Y me marcó. Me dejó esa sensación de belleza frágil, de algo que no debería estar ahí y, sin embargo, resistía.

Tiempo después volví a encontrarme con un petirrojo. Esta vez fue distinto. Era primavera, brillaba el sol, el aire olía a flores y yo tenía ganas de caminar. Me sentía con energía, con ganas de explorar, con ganas de estar. Y entonces, de pronto, apareció él. El mismo pecho naranja, los mismos saltos inquietos de rama en rama. Pero esta vez, verlo me hizo sonreír.
No hubo miedo. No hubo fragilidad. Solo una sensación de alegría pura, como si el mundo entero se iluminara en ese pequeño instante. Lo fotografié rodeado de flores, bañado por la luz suave de la mañana, y mientras lo miraba a través del visor, pensé en lo mucho que puede cambiar nuestra percepción. El petirrojo era el mismo. Lo que había cambiado era yo.

Y entendí que hay aves, como él, que no significan siempre lo mismo. Que pueden ser melancólicas o esperanzadoras, según el momento. Que pueden hablarnos de la soledad o del renacer, de lo que duele o de lo que empieza. No porque ellos cambien, sino porque nuestra mirada lo hace. Porque nuestro estado de ánimo transforma el paisaje.
Y en ese juego invisible entre lo que somos y lo que vemos, el petirrojo aparece como un símbolo vivo de cómo se siente el mundo desde dentro.


TRÍPTICO FOTOGRÁFICO 🌿
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Packaging cuidado y personalizado, preparado a mano.
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Cada tríptico cuenta una historia visual, y puedes colgarlo en línea, en columna, o como prefieras.
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